martes, 21 de abril de 2020

NUMA NUNCA REGRESÓ cuento



Numa Nunca Regresó

 

Meche Baca

 

 

Siete años de olvido en el Hospital San Lázaro de Piura lo habían mutilado. Cuando por fin Numa pudo regresar a Ambato, ya no quiso hacerlo; pero de algún modo tenía que volver. A pesar de que el trayecto sería por tierra, sintió que llegaría como un náufrago que lo perdió todo en el vórtice de un remolino. 

 

Cruzó la frontera desértica y en Guayaquil tomó el tren. Mientras subía la cordillera andina, Numa fue guardando lágrimas. Las acumuló en el alma hasta crear un océano imaginario donde fue ahogando todo su ser, memorias, querencias, dolencias. 

 

Al mirar por la ventana hizo un recuento de todo lo que debía dejar atrás, de todo lo que tenía que hundir en ese mar que había creado en su mente para olvidar. En lugar de ver los paisajes montañosos del camino, él veía un mundo submarino donde las recuerdos sonaban distantes y las imágenes aparecían turbias. 

 

Numa imaginaba que todo lo que recordaba de Ambato se sumergía bajo las olas de ese océano angustioso: 

 

Las palabras con acento acaramelado de quienes tanto lo había mimado antes de su enfermedad, y que luego se alejaron temerosos, se distorsionaron en rumores de repugnancia y miedo. Qué placer le dio hundir sus voces retorcidas hasta dejarlas sordas en la profundidad del mar de sus recuerdos.

 

Evocó la imagen de su hacienda llamada Acrópolis, siempre frecuentada por amigos nocturnos y profanos. Cuando la peste que lo aquejaba mostró sus primeros síntomas quedó desolada. La música que deleitaba veladas culturales perdió su ritmo, como un fonógrafo destemplado. Y esa Acrópolis se transformó en una Necrópolis, con un único sobreviviente: Numa, abandonado, pudriéndose por fuera y por dentro. 

 

¿De qué sirvieron tanta elocuencia, sátira, sofismas y perspicacias, si todos lo desertaron cuando vieron que su cuerpo se desmoronaba? 

 

Aquella imponente mansión de jardines exuberantes y todo ese séquito hipócrita también se hundieron en el océano ilusorio de Numa, formando, en su imaginación, la visión de una Atlántida derrocada. 

 

Y aunque él no quería soltar sus manos de espuma, Georgina tampoco escapó al maremoto de recuerdos creado por Numa. Ella se fue hundiendo sola, por más que Numa intentó salvar su memoria su cuerpo pesaba demasiado. Debieron ser esas cartas que jamás respondió y ese repudio reflejado en sus pupilas los que hicieron que él por fin la dejase ahogar sin remedio. 

 

La imaginó caminando hacia el mar de su olvido, y a manera de suicidio se adentró en él; le dijo adiós y ella se convirtió en una sirena esquiva dentro del aguasal. 

 

En el tren, el cristal de la ventana reflejaba a un ser desconocido hasta para sí mismo; sombrero de copa negro, bufanda ocultando la cara, las manos casi escondidas tomaban un bastón. El toque de los dedos contra el mango emitía un extraño golpeteo de madera contra madera que se estaba convirtiendo en un sonido propio, único de quien perdió la mitad de su ser y tuvo que tomar piezas prestadas. 

 

Y es que ese cuerpo de Numa, tan cuidado, adulado por afeites y perfumes, también debía ser lanzado al océano del olvido. Lo que antes despertaba pasiones e incluso avivaba el amor propio, se convirtió en una memoria maligna y dolorosa ante el reflejo de la ventana. Numa se aseguró de atar ese recuerdo vanidoso con piedras grandes para que nunca más salga a la superficie.

 

Lo único que quedó intacto fueron sus ojos, esos ojos de un azul recóndito que podían revelar el mundo submarino de Numa.  

 

Cuando el tren por fin paró, la voz corrió por todo Ambato: Numa llegó. Nadie lo recibió, todos sabían que la lepra lo había mutilado. 

 

Y por eso Numa nunca regresó, porque quien llegó solo era un náufrago, un náufrago de sus propias lágrimas.

 

 




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