LACRIMAE ALIS
—Ven aquí— le dijo la tía abuela Eulalia con su sonrisa enigmática, había sorprendido a Irene mientras la observaba cepillando su largo pelo blanco frente al espejo. La niña se acercó temerosa y la anciana le apretó el brazo llevándola muy junto a sí.
Tomó la cajita de madera en forma de delfín que siempre estaba en su peinadora.
–Mira lo que te voy a enseñar– susurró, la abrió y, como si estuviera capturando un pedacito de aire, sacó algo que al principio no se podía ver.
Parecía sostener entre sus dedos dos objetos invisibles, pero luego al acercar su mirada Irene pudo distinguir dos diminutas alas transparentes. Su forma era más larga que las de una mariposa, la niña nunca había visto algo así.
Le dijo que se las encontró encima de las teclas del piano; iba a practicar como cada tarde el Réquiem de Mozart en D menor, y antes de poner sus dedos en el primer acorde, un pequeño destello captó su mirada, tuvo que ponerse los lentes para distinguir ese par de pétalos de papel casi invisibles que se posaban en el re sostenido. Temiendo que vayan a elevarse con cualquier suspiro las guardó.
Estaban hechas de un material firme pero infinitamente delicado, una especie de papel celofán cristalino muy fino; tenían pequeñas filigranas doradas que separaban cada ala en tres diferentes partes. Y si se miraba con atención se podían apreciar unas finas líneas repujadas que trazaban diseños primorosos.
A sus ocho años la imaginación de Irene empezó a volar, mientras admiraba el misterioso hallazgo, pensaba en el hada juguetona que había extraviado sus alas; pero ahora a sus cincuenta, luego de vivir todos esos años en esa casa, al recordar aquellas alas no podía dejar de preguntarse a qué (o a quién) se las habría arrancado la tía abuela Eulalia.
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