NO METAS A LA NAVIDAD EN LA COLADA
Teresa no quiso abrir su regalo. Era su décima quinta Navidad y ese año, como todos los anteriores, la reunión familiar fue en casa de la tía Mery.
Para animar a los invitados se organizó el juego del amigo secreto, y fue su tío Óscar, el segundo esposo de la tía, quién le extendió, con una sonrisa cómplice, un paquete con una envoltura roja. Tenía adherido un sobre que decía: Teresita.
Teresa sacó una tarjeta del sobre, un Santa Claus le guiñaba el ojo con la misma sonrisa del tío Oscar. La metió de nuevo, ni siquiera la leyó y decidió esconder el paquete rojo en el clóset de los abrigos para olvidarse de él.
Teresa quiso escapar de esa tonta celebración. Al fin y al cabo todo era culpa de la Navidad, la niña había revelado sus mentiras año tras año, así que esa misma noche rompió con ella de una vez.
Lo primero que había descubierto, cuando tuvo edad para darse cuenta, fue que en Quito no caía nieve así que la blanca Navidad prometida… ¡Falsa!
Luego se enteró, gracias a la catequista de primera comunión, que Santa Claus no existe. La vieja insistía en que el Niño Dios era quien repartía los regalos, es decir, la Navidad la engañaba descaradamente.
Toda la mentira terminó por descubrirse cuando tenía doce años, en la mismísima casa de la tía Mery un testigo de Jehová tocó la puerta en plena novena y aseguró que un niño recién nacido no podía repartir regalos, además afirmó que el Niño Dios no era tan Dios, y para rematarlo, dejó caer la noticia de que ni siquiera había nacido el 24 de diciembre.
A pesar de que el tío Oscar dio un portazo en la cara al “salvador de almas ambulante”, Teresa ya había oído lo suficiente para saber que estaban celebrando una mentira.
Y esa noche de Navidad, a sus quince años, justamente el tío Oscar resultaba ser su amigo secreto.
- ¡Basta! - se dijo, y decidió buscar un reemplazo para la Navidad.
Estuvo revisando por un buen tiempo el calendario de festividades y efemérides patrias para reemplazarla.
Buscó en febrero, el día de San Valentín, le pareció una celebración cursi y aún más tramposa. Prometer amor y amistad eternos, no solo era una mentira sino una crueldad.
El 24 de Mayo, la Batalla del Pichincha. Aunque reemplazar a una disque época de paz con un sangriento triunfo militar le tentó, se enteró de que el héroe niño, que supuestamente murió llevando la bandera en su boca, en realidad murió por una disentería.
Tanto el 10 de Agosto como el 12 de Octubre eran demasiado controversiales, nadie se ponía de acuerdo ni en la independencia ni en el descubrimiento, dos conceptos demasiado ambiguos para ser veraces. Teresa los tachó de su lista.
El día de Quito, 6 de Diciembre, siempre había sido el antecedente de la Navidad, pero ¿Qué era el día de Quito? Una fiesta desubicada. Los conquistadores ni siquiera sabían dónde estaba cuando la fundaron. Y ahora los quiteños, que meses antes se enorgullecían por su independencia de la madre patria, de pronto se convertían en una sarta de españoletes que echaban dichos rebuscados cada vez que un torero lograba hacer un pase. Sin la feria taurina característica solo quedaba el juego del Cuarenta: cuatro borrachitos tirando cartas al azar. Una fiesta tan débil no podía asumir el peso que tenía La Navidad.
Una a una las fechas importantes fueron eliminadas, y por último sólo quedó un día: el modesto pero digno día de los Difuntos…el día de la muerte.
Teresa examinó aquel festejo agridulce; y aunque podía encontrar en él mil y un peros, le llamó la atención la extraña paradoja que significaba celebrar algo causante de tanta tristeza.
La muerte, silenciosa, temida, implacable, pero honesta. Todos saben que va a venir, tarde o temprano, nadie se le escapa.
El de los Difuntos era el único día en que el ser vivo podía darle la mano a la muerte, hablarle calmado, brindarle un obsequio, tratar de ser su amigo. La muerte no se disfraza, no sonríe cómplice, callada acepta la ofrenda y sigue su camino llevando, hasta en su misma fiesta, a quien le haya llegado la hora.
Todo calzaba a la perfección, incluso la tía Mery solía pasar esos días de asueto en Ambato, junto a sus difuntos y a su esposo…
Además, la colada morada y las guaguas de pan eran deliciosas.
Es así como Teresa reemplazó a la Navidad por el día de los Difuntos.
Desde entonces se encargó de convertirlo en una gran celebración. Aprendió las recetas más antiguas y sabrosas de colada morada, amasó las más bellas y delicadas guaguas de pan. Hizo de la visita al cementerio de San Diego una verdadera procesión llena de flores, memorias y leyendas.
Teresa trató con todo su ser de escapar de las mentiras navideñas y cuando ya tuvo edad para hacerlo invitaba por su cuenta a la familia y amigos a una gran fiesta el segundo día de Noviembre.
Cada año compraba una vajilla especial para la ocasión, adornaba su casa de colores, y se olía a cuadras de distancia la cocción de las especias mientras mecía, cuál una chamana, su famosa colada, reconocida como una bebida de los dioses por todos sus invitados.
Si bien era una pena que la Tía Mery se perdiera de esta celebración maravillosa, todavía más ahora que el tío Óscar había muerto, el entusiasmo de Teresa era tan contagioso que toda su familia adoptó esa festividad como la principal reunión anual. Ningún otro evento tenía el colorido, ni la autenticidad de la fiesta que ella hacia del día de la muerte. Había logrado que, a comparación, la cena navideña donde la tía se convirtiera en una noche aburrida que solo producía ansias y sentimientos de culpa.
Teresa pensó que al fin había podido delimitar el territorio de las fiestas navideñas y ahuyentar al fantasma de la mentira que traían. Pero un día se dio cuenta de que algo andaba mal.
Poco a poco, como un derrame de petróleo silencioso, las decoraciones chillonas verdes y rojas inundaban los escaparates más temprano en el calendario, ni siquiera en los mercados tenían la decencia de esperar que se haya jugado la última partida de Cuarenta del embriagado día de Quito para empezar a tocar el Jingle Bells.
Teresa empezó a oír que sus amigas disfrazaban sus casas con árboles y nacimientos cada vez con más anticipación, según ellas, para que dure más tiempo la decoración y no sea en vano tanto trajín.
Le dolieron los ojos cuando un 11 de noviembre las luces empezaron a prenderse y apagarse intermitentemente en la avenida principal.
Y así comenzó, la Navidad que para ella parecía haber quedado en un segundo plano, iba extendiendo año a año sus límites con pasos firmes, como si la estuviera persiguiendo.
Teresa trató de ignorar esta marea negra que la acosaba y tan solo aguantaba la respiración cada diciembre para luego esperar a la celebración del día de los Difuntos del próximo año como si fuera un salvavidas.
Cuando por fin llegó el 2 de Noviembre, como cada año desde que había roto con la Navidad, invitó a su familia, amigos y a todo el vecindario para celebrar a la muerte.
Tomó prestadas algunas tradiciones mexicanas, se esmeró en hacer calaveras o calacas de papel maché con coloridos diseños aztecas, compró rosas, claveles, girasoles, y las puso en grandes jarrones de cerámica. Su famosa colada tenía más ataco, más mortiño y más de todo para hacerla irresistible. Las hermosas guaguas de pan le resultaron verdaderas nubes esponjosas de aroma fragante.
Colocó en altares floridos los retratos de sus padres, sus abuelos y todos los seres queridos que habían muerto para recordarlos con amor y alegría en ese día tan especial.
Empezaron a llegar los invitados y quedaron encantados con tan espléndida fiesta, no había compromisos, no había expectativas, tampoco sonrisas falsas, era una conmemoración pura y franca sobre un hecho de la vida ineludible.
Teresa una vez más había vencido a la Navidad, esa que la decepcionó y engañó justo en la época más vulnerable de su vida.
Sorbía satisfecha la colada caliente cuando escuchó exclamaciones de asombro y algarabía que provenían de la puerta principal, fue a mirar qué es lo que pasaba.
Encontró que con pasos quebradizos pero decididos su anciana tía Mery hacía una entrada triunfal. Llevaba un abrigo grande y pesado que casi la desarmaba, Teresa asombrada se apresuró a su encuentro.
No había podido viajar a Ambato como los años anteriores y segura de que sería bien recibida había acudido a la celebración que su sobrina hacía por el día de la muerte.
Teresa la abrazó recelosa mientras la viejita, introduciendo una mano en su enorme abrigo, sacó con su mano temblorosa un paquete con una envoltura roja desteñida por los años, llevaba un sobre amarillento que decía: Teresita.
- Te tengo una sorpresa hijita, mira lo que dejaste olvidado en mi casa desde hace tanto tiempo, lo encontré en el closet de los abrigos… ¡Feliz Navidad!-
Mientras todos miraban expectantes Teresa tomó el bulto en sus manos, como una autómata abrió el sobre, sacó la tarjeta, se encontró, como en aquella noche lejana, con esa sonrisa cómplice del Santa Claus que le recordó a la del tío Oscar.
Y ese día, en el Día de los Difuntos, luego de tantos años, por fin leyó…
Al cerrar la tarjeta tuvo la certeza de que, si no las destapas, las mentiras te pueden perseguir hasta en el día de la muerte.
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